Nos adentramos a través de los bananeros. El polvo de la carretera nos dejaba vislumbrar de cada lado a miles de bananos. Durante casi toda la mañana la lluvia había caído incesante, había llegado la época de lluvias y ya era tradición, dos horas antes el sol resplandecía y hacía un calor cargadísimo.
La noche anterior en Puerto Viejo fue una noche llena de recuerdos. Hacía mucho que no nos acercábamos por esta zona del Caribe, y el olor tan particular del pueblo nos había recibido a eso de las 22h00 de la noche, el tiempo justo para dejar nuestras pertenencias en las cabinas Tropical y dirigirnos directamente, después de una buena pizza, hacia el bar Bambú. La música de Jimmy Cliff nos alegraba la cara y refrescaba la mente, y aglutinarnos en medio de los rastas y pocos americanos del lugar fue algo más que natural.
Los que no bailaban estaban tumbados en la arena con su birra y su porro de maría, observando a la luna y a las miles de estrellas visibles, iluminando a su vez las olas que rompían a pocos metros del lugar de música.
Apuramos las últimas cervezas a eso de las 2h00 de la mañana y nos fuimos a descansar pocas horas antes de emprender camino hacia Bocas del Toro.
Una vez pasados los bananeros, nos presentamos en Sixaola lugar desde donde cruzamos la frontera hacia Panamá. Después de negociar con un taxista cuantos dólares balboas nos supondría el trayecto, llegamos al pueblo de Bocas del Toro, un pueblo que aún conserva el antiguo estilo caribeño. Una avenida principal, que permite recorrer el tiempo, observando aún las viejas casas de madera tal como eran a principios de siglo, el ya lejano siglo XX.
El grupo de islas que constituyen Bocas del Toro se sitúan al Norte de Panamá y forman un edén, teniendo en cuenta el agua turquesa y cristalina que las rodean. Para moverse entre esas islas, es necesario hacerlo en lancha, no hay otro modo. Sea en isla Zapatillas, en isla Bastimento, en isla Colón, o pasando por Punta Hospital, la mirada se pierde entre los cientos de peces y plantas marinas viviendo entre esas aguas diáfanas, y que dan lugar a hermosas playas en cualquiera de los cayos ó archipiélagos de la zona.
La tarde fue preciosa, y completada con un poco de snorkeling, a pocos metros de los arrecifes de coral, para finalizar con una buena comida en un cayo pequeño, con vista al mar, por delante, por detrás y desde arriba.
En la isla de Bastimentos estaba Ana, ex guardia civil de Valencia y Tarragona que dimitió de su rutina europea hace dos meses de eso para aislarse en este nuevo mundo. Ella cuidaba el bar de la playa de Bastimentos, un bar perdido entre una naturaleza hermosa, un bar que por cierto, no debía de acoger a más de 40 turistas en una semana. ‘Cuando me quedo a dormir aquí sin tener que ir al pueblo, me despierto y lo que me ofrece la mañana es una playa entera para mi, y eso es mi felicidad’.
El pueblo de Bastimento es realmente atípico, una línea recta con casas de madera muy antiguas, la mitad dando hacia el mar, la otra observándolo desde más arriba. Todos eran gente de color, caribe puro, y decenas de niños jugando por la calle. Aquello si que me encantó.
Esa noche decidimos divertirnos e iniciamos el contacto con los locales en el 'Barco Perdido', donde se reunían rastas, negritas, y algún que otro gringo, quizás retirados ya del sueño americano. Esa noche fue escandalosa, la pista se llenó tanto al son de la salsa como del funky, y el calor humano que inundó la pista en menos de lo que duraron los dos güisquis fue algo que no nos imaginábamos.
Seguro que esto es baile le preguntó Oscar? Aquella negrita le miró, sonrojó y siguió revolcando su cuerpo contra el suyo, al son de la música, en medio de la multitud de cuerpos entrelazados y mezclados. Supongo que si, que eso era bailar.
Anthony, alto, delgado, persona de color, era de los locales sin duda el más simpático. Aunque los años que pasó en la cárcel por asediar 15 puñaladas a un 'cabrón' no le certifican tal cual. Me explicó como se ocupaba los días con su novia francesa, su novia inglesa y las dos americanas que actualmente veraneaban en el pueblo.
Al mirar a Marian bailando, su exclamación engrandeció su razón de vivir, 'Ay papito, mírala mírala'.
Eran las 4h00 ya de la madrugada y los de siempre acabamos en el bar local, simplemente éramos los únicos extranjeros y sin embargo pareciera que llevábamos tiempo en el pueblo.
El día siguiente nos deleitó con Islas Zapatillas, cuya agua cristalina y turquesa nos dejó atontados durante un par de horas en la arena blanca, soñando y apreciando ese momento. Fue sin duda, lo más lindo del fin de semana, al igual que nuestro encuentro con la barracuda a la hora de comer. Al igual que la siesta del sábado en las hamacas observando como la lluvia tropical abofeteaba el agua cristalina, dando lugar a un momento de paz encubierto por el sonido cadencioso de las gotas.
El regreso hacia San José nos dejó sin voz, tantas imágenes circulaban a través de nuestros ojos, no sin volver a saludar el tiempo de un café nuestro querido Puerto Viejo...
Miguel Habana.
La noche anterior en Puerto Viejo fue una noche llena de recuerdos. Hacía mucho que no nos acercábamos por esta zona del Caribe, y el olor tan particular del pueblo nos había recibido a eso de las 22h00 de la noche, el tiempo justo para dejar nuestras pertenencias en las cabinas Tropical y dirigirnos directamente, después de una buena pizza, hacia el bar Bambú. La música de Jimmy Cliff nos alegraba la cara y refrescaba la mente, y aglutinarnos en medio de los rastas y pocos americanos del lugar fue algo más que natural.
Los que no bailaban estaban tumbados en la arena con su birra y su porro de maría, observando a la luna y a las miles de estrellas visibles, iluminando a su vez las olas que rompían a pocos metros del lugar de música.
Apuramos las últimas cervezas a eso de las 2h00 de la mañana y nos fuimos a descansar pocas horas antes de emprender camino hacia Bocas del Toro.
Una vez pasados los bananeros, nos presentamos en Sixaola lugar desde donde cruzamos la frontera hacia Panamá. Después de negociar con un taxista cuantos dólares balboas nos supondría el trayecto, llegamos al pueblo de Bocas del Toro, un pueblo que aún conserva el antiguo estilo caribeño. Una avenida principal, que permite recorrer el tiempo, observando aún las viejas casas de madera tal como eran a principios de siglo, el ya lejano siglo XX.
El grupo de islas que constituyen Bocas del Toro se sitúan al Norte de Panamá y forman un edén, teniendo en cuenta el agua turquesa y cristalina que las rodean. Para moverse entre esas islas, es necesario hacerlo en lancha, no hay otro modo. Sea en isla Zapatillas, en isla Bastimento, en isla Colón, o pasando por Punta Hospital, la mirada se pierde entre los cientos de peces y plantas marinas viviendo entre esas aguas diáfanas, y que dan lugar a hermosas playas en cualquiera de los cayos ó archipiélagos de la zona.
La tarde fue preciosa, y completada con un poco de snorkeling, a pocos metros de los arrecifes de coral, para finalizar con una buena comida en un cayo pequeño, con vista al mar, por delante, por detrás y desde arriba.
En la isla de Bastimentos estaba Ana, ex guardia civil de Valencia y Tarragona que dimitió de su rutina europea hace dos meses de eso para aislarse en este nuevo mundo. Ella cuidaba el bar de la playa de Bastimentos, un bar perdido entre una naturaleza hermosa, un bar que por cierto, no debía de acoger a más de 40 turistas en una semana. ‘Cuando me quedo a dormir aquí sin tener que ir al pueblo, me despierto y lo que me ofrece la mañana es una playa entera para mi, y eso es mi felicidad’.
El pueblo de Bastimento es realmente atípico, una línea recta con casas de madera muy antiguas, la mitad dando hacia el mar, la otra observándolo desde más arriba. Todos eran gente de color, caribe puro, y decenas de niños jugando por la calle. Aquello si que me encantó.
Esa noche decidimos divertirnos e iniciamos el contacto con los locales en el 'Barco Perdido', donde se reunían rastas, negritas, y algún que otro gringo, quizás retirados ya del sueño americano. Esa noche fue escandalosa, la pista se llenó tanto al son de la salsa como del funky, y el calor humano que inundó la pista en menos de lo que duraron los dos güisquis fue algo que no nos imaginábamos.
Seguro que esto es baile le preguntó Oscar? Aquella negrita le miró, sonrojó y siguió revolcando su cuerpo contra el suyo, al son de la música, en medio de la multitud de cuerpos entrelazados y mezclados. Supongo que si, que eso era bailar.
Anthony, alto, delgado, persona de color, era de los locales sin duda el más simpático. Aunque los años que pasó en la cárcel por asediar 15 puñaladas a un 'cabrón' no le certifican tal cual. Me explicó como se ocupaba los días con su novia francesa, su novia inglesa y las dos americanas que actualmente veraneaban en el pueblo.
Al mirar a Marian bailando, su exclamación engrandeció su razón de vivir, 'Ay papito, mírala mírala'.
Eran las 4h00 ya de la madrugada y los de siempre acabamos en el bar local, simplemente éramos los únicos extranjeros y sin embargo pareciera que llevábamos tiempo en el pueblo.
El día siguiente nos deleitó con Islas Zapatillas, cuya agua cristalina y turquesa nos dejó atontados durante un par de horas en la arena blanca, soñando y apreciando ese momento. Fue sin duda, lo más lindo del fin de semana, al igual que nuestro encuentro con la barracuda a la hora de comer. Al igual que la siesta del sábado en las hamacas observando como la lluvia tropical abofeteaba el agua cristalina, dando lugar a un momento de paz encubierto por el sonido cadencioso de las gotas.
El regreso hacia San José nos dejó sin voz, tantas imágenes circulaban a través de nuestros ojos, no sin volver a saludar el tiempo de un café nuestro querido Puerto Viejo...
Miguel Habana.